sábado, 6 de octubre de 2007

Volviendo a continuar

Aquella noche no podía dormir allí, ni mucho menos, así que decidí coger los objetos más valiosos que encontré por la casa, hice la maleta (pues no esperaba regresar en un tiempo) y me puse pies en polvorosa (provincia de Zamora).
Resultaba curioso verme por la calle trajeado con un elegante maletín de la mano izquierda y una maleta de mano granate en la otra. Para que nadie pudiera sospechar, o intentar robarme, me decidí a no coger el metro esta vez. Agarré el Ibiza rojo y me arranqué sin apenas soltar el embrague. Mi destino estaba claro, aquel hotel de Bravo Murillo del que tan bien hablaban unos, y tan mal otros, ¿por qué no dar yo mi opinión? Conducía... conducía..., el paseo se me hacía interminable. No mucho más tarde ya estaba a la puerta; no mucho más tarde, pues miré mi reloj y apenas habían pasado quince minutos. Y mi reloj no se suele equivocar. Me bajé del coche aparcado en doble fila y entré en el hotel bajo las reverencias del botones del hotel. No me gustaba ese trato, así que le dije: "Apárqueme el coche" (previa propina). Botones ahuyentado, me dirigí hacia la recepción: "Necesito una habitación". La recepcionista, una chica simpática, con la sonrisa de oreja a oreja, aunque tengo que reconocer que no demasiado guapa, me mandó rellenar unos papeles, entregarle el DNI... omitiré todos estos pasos, que todo el que haya ido a un hotel conocerá. En resumen, habitación trescientos doce. Subía en el ascensor con una pareja de alemanes, que a pesar de su cara sonrosada y de buena gente, no me inspiraban confianza. Agarré el maletín y dejé caer la maleta al suelo. ¿Estaba delirando? ¿Me importaban más las pertenencias de otra persona que las mías propias? ¿Qué habría dentro del maletín? Todo esto no me gustaba nada... así que en el primer piso, pulsé el botón de apertura automática de las puertas y decidí subir andando a mi habitación. Afortunadamente, no me crucé con nadie. Llegué a la puerta de mi habitación y la miré fijamente, desafiándola... me dispuse a introducir la tarjeta y... ¡rojo! ¿Rojo? ¡Estas nuevas tecnologías me hartan! Por suerte una señora de la limpieza pasaba por allí... así que me abrió. La habitación era bastanta amplia, con un ventanal grande y buenas vistas, cama con la colcha blanca (posiblemente recién estrenada), cuadros elegantes, televisor en el techo... no estaba mal, no... Me tumbé en la cama y empecé a reflexionar. Fue entonces cuando me sonó el móvil con aquel ruidillo estridente que era incapaz de cambiar. Era aquel tipo. "Tiene que llevar el maletín hasta el aeropuerto de Barajas, no lo olvide, no lo abra, no se lo enseñe a nadie..." No me dio tiempo a saludar, despedirme o proferir algún sonido gutural, fue breve, muy breve... además, parecía muy nervioso.

¿Por qué no continuar otra vez?

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