martes, 2 de octubre de 2007

Planes irreales

Entré en el bar, emplazado en plena Plaza Mayor de Madrid, aunque quizá por el olor que salía de dentro, no debería ser éste su lugar... camino lentamente entre las mesas casi pegando con sus esquinas y llegué a una mesa situada casi al fondo del local. La mesa no estaba mal, era amplia, aunque tenía al lado un grupo de viejecitas que no paraban de chismorrear. "Pues mi hijo está haciendo el servicio militar en Ceuta" decía una. "¿Qué me dices?" contestaba, asombrada, otra. Y así, un diálogo sin aparente interés del que pronto levanté los oídos. En cuanto a mi mesa, era de mármol, se veía bastante sólida y tenía un aire "manuelino", bastante recargada. Una camarera bastante poco agraciada y con cara de no ser este el trabajo que ella deseaba me preguntó que qué quería. Pedí un café, aunque no muy seguro de ello. Esperaba a mi interlocutor, pero éste no aparecía. Así que comencé a tomar el café sin esperar a su llegada. Me fijé en las paredes, estaban repletas de cuadros, cuadros ajados y posiblemente, sin ser tasador, afirmaría que de escaso valor. La gran mayoría siquiera conjuntaba con el verde pálido y saltado por algunas partes de la pared. Parecía que el local no podía reportarme mucho interés, así que decidí empezar a sorber mi café. Momentos después sonó mi móvil, las viejecitas de al lado me miraron con cara de pocos amigos, pues había interrumpido su conversación. Así que decidí salir fuera a hablar, pero la camarera me echó una mirada de pocos amigos, pensando en que me iría sin pagar, así que contesté al teléfono sin saber quién era con un "Luego te llamo". No pretendía hacerlo. Tan sólo me interesaba su llegada para poder marcharme de aquel antro. El tiempo pasaba, el borracho de tres mesas más allá apuraba una botella de güisqui, las viejecitas seguían con su conversación, y yo... yo seguía esperando... ¡Maldita sea! ¿Dónde se habrá metido este hombre? Fue en ese momento cuando se abrió la puerta y asomó la silueta de un hombre con gabardina, alto, buena percha, barbilampiño... sí, debía de ser ese. Se me acercó y le hice un gesto de estrecharle la mano. No lo aceptó. Se sentó, pidió una copa de coñac y empezó a contarme sus planes. Todo iba a ser sencillo. Según dijo, el trabajo estaría bien pagado, así que no dudé en pedirle que continuara, ese dinero me sería muy útil para mis planes de futuro. No me asustaba el riesgo...

Continuará...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Menudo ritmo de posteo llevas, se ve que andas inspirado. Sobre lo de los libros del anterior post, es cierto que desde que tengo internet la lectura de libros ha quedado desplazada, pero, de vez en cuando, necesito apagar el ordenador y vuelvo a sumergirme en las páginas de letra impresa.