Miro por mi ventana de Johari, recordando lo que Segismundo Freud había dicho. No hallo nada que me anime a pensar que soy una persona normal. Creo que, realmente, ni yo me conozco ni los demás lo hacen. Me miro en el espejo, y veo a un joven aquejado, según los quisquillosos psicólogos argentinos, del síndrome de Estocolmo y del complejo de Epiceno. No se complementaban. Ni siquiera se aproximaban a la verdad. En mi única vez secuestrado, viaje a Camboya, apenas tuve contacto con mis secuestradores. Jamás he sentido el irrefrenable deseo de matar a mi padre; tampoco me vuelve loco mi madre. Lo único que había hecho había sido era aparentar un estado neurótico para no tener que rendir cuentas al ejército. En aquel 1978, la mili todavía era obligatoria.
Pasé gran parte de mi vida en un sanatorio, atado de pies y manos, sin posibilidad de salir a dar un paseo. Era un loco incomprendido. Aquel vivaracho joven, con la ilusión de ser banquero, cuando se sentaba en uno de los últimos bancos de la escuela, se había transformado en un licántropo solitario. Tanto tiempo me estaba causando irreversibles estragos... De ser el tipo más cuerdo, había pasado a ser el más loco.
Definitivamente, era el arte militar el verdugo que había encerrado mi felicidad entre cuatro paredes. Algún día probaría el sabor de la "vendetta". Mi mayor esperanza era el cielo, no podía permitir torturarme, injustamente, en el infierno. Ya que Dios había muerto con Nietzsche, podía tomarme la justicia por mi mano, ya que Nietzsche había muerto por la gracia de Dios, podía asistir al cielo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario